No Creo

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Wilalgar
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No Creo

Mensaje sin leer por Wilalgar »

Aquí otro pequeño relato que escribí en mis tiempos mozos sobre el tema religioso. Fue uno de los pocos que me atreví a presentar a concurso, y fue publicado en una edición local de la consejería de cultura de Asturias (una pequeña tirada de mil ejemplares) junto a otros cuentos de diversos estilos ganadores del concurso. Si lo hiciera hoy seguramente cambiaría algunas cosas, pero bueno, lo hecho hecho está xD

Espero os guste.
No Creo
Preparativos
El abogado de la Santa Inquisición, Alfonso García Solana, caminó rápidamente por los oscuros pasillos saludando a los Guardianes de la Palabra que vigilaban atentamente todo aquel que circulaba por ellos. Llegó al tercer nivel de seguridad y entonces sacó de su carpeta la autorización personal del Inquisidor General para acceder a tan peligroso sitio, peligroso al menos para el Tribunal del Santo Oficio. Los Guardianes de la Palabra allí destacados miraron el salvoconducto con rigurosidad, comprobando que la firma y el sello en él estampados correspondían realmente al Inquisidor General. Tras ello abrieron la puerta que daba paso a la sucesión de pasillos ocupados únicamente por los hombres de la Santa Inquisición que miraban profundamente hacia el abogado temiendo por la pureza de su espíritu.
El abogado siguió avanzando con el mismo paso rápido y decidido viendo que muchos de los Guardianes de la Palabra allí apostados no cesaban de rezar por sus almas expuestas a la impureza.
Finalmente llegó a su destino. Un sacerdote le esperaba para entrar en la habitación maldita y cuando se acercó a él alzó la gran cruz que llevaba, abriéndole paso hasta encontrarse cara a cara con la maldad en persona, Stephen Marshall.
El sacerdote se situó entre ambos y comenzó a hablar con un tono bastante alto mientras extendía los brazos que sujetaban la cruz.
— Tú, representante del Mal, no osarás dañar el alma pura de este hombre que, como servidor de dios a través de la Santa Inquisición, intenta ayudarte pese a tu evidente culpabilidad. La furia de dios caerá sobre ti si intentas algo sobre este hombre puro. Su señal permanecerá aquí durante vuestra conversación— terminó el sacerdote, colocando la cruz apoyada en una pared. Tras ello se retiró y dejó a los dos hombres solos.
El abogado se sentó en la silla que quedaba libre, la otra estaba ocupada por Marshall, y colocó sobre la única mesa de la estancia situada entre ambos su maletín. Cruzó las manos apoyadas en ella y miró hacia el reo.
— Me han confirmado como abogado suyo ante el Tribunal del Santo Oficio. Actuaré como abogado defensor.
Marshall le miró sin dejar de sonreír.
— ¿Un abogado para defenderme de una decisión ya tomada? ¿Desde cuándo la Inquisición proporciona abogados defensores?
— El Papa ha hecho una distinción en su caso. Es el último de su especie y será juzgado honestamente.
Ahora la sonrisa de Marshall se convirtió en una fuerte carcajada.
— ¿Honestamente? ¿Un tribunal compuesto únicamente por cardenales y demás basura de la iglesia católica?
García se ofendió y ello resultó claramente evidente.
— Son hombres píos y su alma es pura. Su juicio siempre es correcto.
Marshall movió la cabeza negativamente. Llevaba ya tiempo resignado a aceptar la condena y ahora podía reírse de ello, y no suplicar como había hecho en un principio.
— ¿Por qué se niega a aceptar las condiciones que el Papa le ofreció?— continuó intrigado García — Son, bueno, me parecen muy justas.
Marshall alzó las cejas sorprendido.
— ¿Le parece justo renunciar a todo lo que soy, pienso y hago para recluirme en un monasterio en el que todos sus ocupantes han hecho voto de silencio? Antes prefiero la muerte— sentenció categórico —. No comprende mi posición. Como usted ha dicho soy el último de mi especie, el último librepensador que queda en este mundo tan religioso. Soy escéptico por convicción, de la misma manera que usted es cristiano católico. No puedo aceptar una creencia basada únicamente en los hechos relatados en un libro escrito hace milenios que ha pasado por miles de manos y sufrido, con total seguridad, miles de modificaciones. La fe es solo una expresión de la ignorancia y eso nos lleva a un término muy apropiado para todas las religiones, superstición.
— Sus abominaciones aseguran la acusación de herejía— dijo García sin inmutarse ante las palabras de Marshall —. Debería de tener más cuidado ante la elección de sus palabras. Cualquiera de los Guardianes de la Palabra le mataría si llegase a oír algo semejante salir de sus labios.
Marshall entrecerró los ojos y aproximó su rostro al del abogado.
— Y usted, ¿por qué no lo hace?— preguntó interesado.
García suspiró profunda y sonoramente. Llevaba dos meses entrevistándose con Marshall y tres llevando su caso. Naturalmente estaba condenado, sus crímenes eran demasiado grandes y obvios como para darle alguna posibilidad de libertad, pero aún podía conseguir su supervivencia, y eso era lo que estaba buscando. Se había acostumbrado a sus herejías continuas, y en algunas incluso podría darle la razón, aunque de manera silenciosa sin salir jamás del interior de su mente.
— Ya estoy acostumbrado, señor Marshall, y además mi deber es defenderle. Entiendo su punto de vista, y aunque no lo apoye por lo menos no me dejo sorprender.
Marshall se volvió a retirar hacia atrás pero sus ojos escrutadores no se apartaron del tranquilo rostro del abogado.
— ¿Lo entiende realmente, señor García?— frunció sus labios y movió negativamente la cabeza — Lo dudo mucho. ¿Ha estudiado Historia? Me refiero a la verdadera Historia y no a esas patrañas que cuentan los hipócritas de las Universidades Católicas.
— He estudiado Historia en la Universidad de Santander.
Un pequeño sonido, principio de una risa, salió de la garganta de Marshall.
— Entonces no puede comprenderme— alzó una mano y le señaló con el dedo mirándole con la cabeza agachada —. Voy a contarle algo de la verdadera Historia. El mundo no siempre ha sido así de religioso. He de reconocer que gran parte de su historia ha estado dominado por las diversas religiones, pero la liberación de estas llegó por fin a mediados del siglo XX.
— El primer Siglo Maldito— interrumpió García con desprecio en su voz.
— ¡Oh, sí, ustedes lo llaman así! Pero sin él jamás habríamos conseguido unificar gran parte del mundo y hubiésemos tardado bastantes siglos más en llegar a los planetas vecinos. Y después vino el siglo XXI, el siglo de la libertad— bebió un trago de agua, preámbulo de lo que sería una amplia exposición, como bien sabía García —. Los problemas económicos del mundo se fueron solucionando dejándonos respirar tranquilos, pudiendo así centrar nuestra atención en otros problemas como los medioambientales, que conseguimos atajar. La libertad de pensamiento se extendía por todo el orbe y el número de creyentes en cualquier tipo de religión descendió como nunca antes se había visto. Los niños elegían en su madurez la religión a profesar, o el no seguir ninguna. En los colegios se incitaba a la lectura de todos los textos religiosos para poder elegir o rechazar. Las religiones alentaban el librepensamiento y aquella forma de vivir porque era la primera vez que el Hombre era feliz. Las enfermedades se vencían gracias a una investigación continua y el racismo fue borrado de la faz del mundo. Todos los hombres y mujeres eran iguales y se hablaba incluso de crear un macroestado que abarcase todos los lugares habitados por la Humanidad, pero ustedes lo impidieron.
La mente de Marshall retrocedió a aquellos turbulentos tiempos y su rostro se transformó en una máscara que mostraba la furia de su interior. Continuó con voz mucho más desgarrada.
— El maldito Papa Calixto V accedió al trono vaticano y comenzó a poner al mundo en contra de los científicos. ¡Oh, veo su expresión! ¿Cómo hicimos caso si éramos libres? Las nuevas generaciones crecían, pero las dominantes aún recordaban las enseñanzas de sus padres y abuelos, en su mayoría religiosos. El maldito Calixto consiguió atraer a su bando a todas las personas con un nivel de educación bajo, y por lo tanto más vulnerables a caer en manos de un dictador, y gracias a ellos consiguió tener acceso al gobierno mundial. Su historia cuenta que los católicos eran perseguidos, y eso es una falsedad absoluta. Todas las creencias eran aceptadas y permitidas mientras respetasen las demás. Calixto no lo hizo, sino que intentó atacarlas a todas basándose en que la católica era la verdadera creencia— un asomo de sonrisa apareció en sus labios, y levantó la vista para mirar a su abogado —. Es, verdaderamente, una auténtica obsesión entre los católicos, en tiempos del Imperio Romano sucedió lo mismo. No fueron perseguidos por sus creencias sino por su intolerancia. En el siglo XXII la historia se repitió y una vez más el maldito cristianismo se hizo con la voluntad de los más ignorantes para conseguir el poder. Ejecutar a los impíos, ¿es que los cristianos se vengan de los romanos echando a los no creyentes a los leones?
García bajó la vista. Estaba contra la ejecución de los herejes, pero temía ser tomado por uno de ellos si lo anunciaba públicamente. Era una opinión que jamás emitiría voluntariamente.
— Veo que después de todo hay un ser racional bajo esa capa de pura cristiandad— dijo Marshall divertido —. No me importa morir, señor García. El mundo se hartará de la religión, sobre todo después de haber conocido la libertad. Calixto caerá arrollado por la revolución que sin duda se producirá en pocos años, y yo seré uno de los mártires de ella, el último hombre libre del siglo XXII. Recuerde lo que le digo, la libertad es la droga más fuerte que existe, una vez probada se sobrevive poco tiempo sin ella. El mundo lleva sufriendo sesenta años de represión cristiana, no aguantará mucho más.
Marshall se calló y con eso concluyó la entrevista. García salió muy impresionado por las palabras del escéptico y se olvidó de saludar a todos los Guardianes de la Palabra que encontró, los cuales le observaron desconfiados. Salió de la penitenciaría de la Santa Inquisición y se dirigió en un transporte público hacia la Plaza del Espíritu Santo, en el centro de Madrid, donde se encontraba la Puerta del Purísimo Creador. Junto a ella se hallaba el centro neurálgico de la Inquisición Internacional. Meses atrás le hubiese llenado de orgullo el pensamiento de que tal institución estuviese en su ciudad natal, pero ahora...
Entró en el inmenso edificio subiendo en el ascensor hasta el piso noventa, cumbre del mismo y aposento del Inquisidor General, presidente del Tribunal del Santo Oficio en ese caso. El abogado entró en el despacho de éste y tras arrodillarse besó la mano de Steffan Lytras, jefe en la sombra del Reino de Dios en la Tierra.
— Levántate, Alfonso— dijo con su profunda voz de bajo —. ¿Has hablado con Marshall sobre mi oferta? ¿La ha reconsiderado?
— La ha rechazado nuevamente, eminencia.
La faz del Inquisidor General se volvió roja de furia.
— ¡Maldito impío! ¡Morirá en la hoguera si así lo desea!
— Eminencia, no sería prudente hacer eso— se atrevió a decir con el máximo respeto en su voz.
— ¿Por qué lo dices, Alfonso?— preguntó extrañado Lytras.
— Crearíamos un mártir para su causa, eminencia.
Lytras emitió una risa acallada y maligna. García se sorprendió de aplicar este calificativo al Inquisidor General.
— ¿Su causa? Amigo mío, él es el último de su especie, como bien dijo el cardenal D’Angelo. No habrá nadie que llore ni martirice su muerte, puedes estar tranquilo. El juicio se celebrará dentro de siete días. Intenta salvar su alma ya que eres el único con el que consiente hablar.
— Lo haré, eminencia. Confíe en mí.
— Lo hago, Alfonso, lo hago— dijo en el mismo tono siniestro —. Gracias a este caso subirás a la Curia, yo me aseguraré de ello. ¿Quién sabe? Podrías ser el próximo Papa, nos conviene ser amigos.
García sonrió para sus adentros e hizo una reverencia aún más profunda y respetuosa. Caminando hacia atrás salió de la habitación y rápidamente se introdujo en el ascensor que le llevó a la planta baja en pocos segundos. Salió a la Vía de la Esperanza sintiéndose feliz y a la vez desconsolado. Sus pensamientos iban dirigidos hacia un hombre que su único delito había sido hablar libremente.

Juicio
El juicio comenzó. García había aprovechado los últimos siete días para consolar al reo ante la muerte cercana, aunque eso era algo que Marshall parecía no necesitar, pero no por ello habían dejado de mantener muy largas conversaciones, bastante interesantes. Un gran mazo se alzó y cayó sobre la mesa. Lytras comenzó a hablar.
— Stephen Marshall Stevens, se le acusa de practicar la brujería y de herejía pública. La condena por estos dos delitos es la muerte en la hoguera. ¿Tiene algo que decir antes de comenzar?
Marshall negó lentamente con la cabeza. Ninguna súplica saldría de su boca. Los Inquisidores se miraron entre sí, ya que en esta fase los reos solían comenzar a suplicar por su vida y a llorar desesperados. O bien Marshall estaba loco o bien no era consciente aún de lo que se le venía encima.
— La acusación tiene la palabra— continuó Lytras tras unos segundos.
El fiscal del caso, el cardenal Packard, se puso en pie y se situó en el centro de la sala.
— Pido que llamen al señor Julián Fernández Santos.
Dos Guardianes de la Palabra escoltaron al testigo hasta el estrado. Miraba nerviosamente a su alrededor y clavó por fin su vista en Marshall. García vio su mirada y se dio cuenta de que no era de temor, sino de compasión y vergüenza.
— Señor Fernández— comenzó el cardenal Packard —, usted estaba presente el día que el señor Marshall hizo partícipes a los responsables del departamento de Matemáticas de la Universidad Técnica de Buenos Aires de su herejía, ¿no es cierto?
El testigo, sin dejar de mirar al reo, asintió.
— Dígalo verbalmente, señor Fernández, para que lo recojan los micrófonos.
— Sí, estaba presente— dijo con voz temblorosa.
— ¿Y qué dijo exactamente?
— Acusó al santísimo Papa de hipócrita y dijo que sus acciones demostraban la inexistencia de dios. Dijo que si dios fuese como cuentan las sagradas escrituras hace tiempo que hubiese fulminado al Papa y a todos los representantes de la Iglesia Católica, corrompidos hasta el fondo de sus almas. Y dijo también que el dogma más absurdo de la Iglesia era su infalibilidad en sus doctrinas, ya que eso era matemática y socialmente imposible.
Los gritos de “blasfemia” y “a la hoguera” retumbaron en la sala, llena de hombres poderosos dentro del Reino de Dios en la Tierra, y el Inquisidor General comenzó a golpear con su mazo la mesa.
— ¡Silencio! ¡Silencio o hago que desalojen la sala!
Los gritos se fueron acallando hasta convertirse en menos que un murmullo, que a un vistazo de Lytras cesó también.
— Puede continuar, cardenal Packard.
— Gracias, Inquisidor General. Señor Fernández, ¿es cierto que repitió su herejía ante un grupo de alumnos de su clase, intentando hacer demostraciones matemáticas de sus palabras?
— Sí, eminencia— respondió el testigo en voz muy baja.
— Puede retirarse, señor Fernández— mientras éste se marchaba y echaba una última mirada de disculpa a Marshall, el cardenal se acercó a su mesa —. Llamo ahora al Guardián de la Palabra Marcos Álvarez Segura.
El fornido soldado entró en la sala sin portar el armamento regular de los Guardianes, aunque conservando su impenetrable armadura, escoltado también por dos de sus compañeros. Packard se acercó a él.
— Guardián Álvarez, ¿detuvo usted al acusado el 22 de diciembre de 2236?
— Así es, eminencia— la voz del Guardián sonaba como indicaban las ordenanzas, profunda y amenazadora.
— ¿Qué motivo le impulsó a detenerle, Guardián?
— Caminaba por la calle con una gran bolsa que se rasgó ligeramente, y de ella cayó un libro que recogió del suelo muy rápidamente al comprobar que un compañero y yo nos acercábamos a él. Me di cuenta de ello y le pedí que me lo enseñase. Se resistió en un principio pero terminó sacándolo de la bolsa, llena de libros idénticos. Era una copia de la maldita Constitución de la Unión de Países Democráticos.
El griterío volvió a alzarse en la sala clamando una vez más por la muerte de Marshall. Éste se volvió y les miró sonriendo. “Parecen primates hambrientos peleándose por un trozo de carne”, pensó.
— ¡Silencio, silencio en la sala!— volvió a gritar Lytras — Guardianes, desalojen la sala.
Los fornidos Guardianes sacaron sus látigos nerviosos, que activaban los centros de dolor a distancia, y con ellos condujeron al vociferante público al exterior de la estancia. Cuando finalizaron el Inquisidor General se volvió hacia el cardenal.
— Continúe, cardenal Packard.
Packard asintió e hizo un gesto para que el Guardián abandonase el estrado de los testigos.
— Las pruebas son claras. El señor Marshall es culpable de herejía y sus escritos demuestran la práctica de la brujería, y por ello merece morir en la hoguera. No tengo nada más que decir.
Dicho esto se sentó con una sonrisa de satisfacción en sus labios.
— Abogado defensor— llamó Lytras.
García se levantó y sin mirar a Marshall se dirigió directamente al tribunal.
— Mi defendido rehúsa su derecho a ser defendido aceptando la decisión de este santo tribunal— dicho lo cual volvió a sentarse.
Lytras sonrió. Al negarse a defender a Marshall había demostrado que era un hombre de dios, ya que las pruebas eran irrefutables. Lo que no sabía era que verdaderamente Marshall había rechazado la defensa en contra de la opinión de su abogado. Uno de los Inquisidores se puso en pie.
— Stephen Marshall Stevens, póngase en pie.
El reo se levantó sonriente. Los Inquisidores estaban desconcertados ante su calma.
— ¿Acepta usted la sentencia de estos puros hombres?— dijo señalando al tribunal.
— No— respondió con seguridad.
— ¿Acepta usted— continuó haciendo caso omiso de su respuesta — el juicio del Único, nuestro Señor?
— No, no creo en dios. No existe.
Lytras se levantó interrumpiendo el protocolo.
— Stephen Marshall Stevens, su condena es la muerte en la hoguera por herejía y blasfemia reiteradas. Guardianes, llévenselo. La sentencia se cumplirá dentro de diez horas.
Los Guardianes de la Palabra se llevaron a un más que tranquilo Marshall. El Inquisidor General se acercó a García y estrechó su mano.
— Felicidades, cardenal García— dijo asombrando a éste —. Calixto V está en su lecho de muerte y se ha decidido que tú serás su sucesor. Papa Alfonso I.
García sonrió agradecido. El sueño de su vida se había cumplido, pero ahora las cosas habían cambiado. El anuncio se hizo público una hora después y tres horas más tarde, tras el fallecimiento de Calixto, el Papa Alfonso I subió al trono vaticano.
En la sala contigua a la que se había celebrado el juicio los Guardianes de la Palabra comenzaron a analizar las cintas de seguridad en busca de cualquier cosa anormal. Llegaron al momento de la blasfemia final, cuando el Inquisidor le preguntó a Marshall:
“— ¿Acepta usted el juicio del Único, nuestro Señor?
— No, no creo en dios. No existe.”
Uno de los Guardianes se fijó en que los labios de Alfonso I también se movieron después de la pregunta, y mediante una computadora lo tradujo a lenguaje escrito. Las palabras comenzaron a aparecer en la parte inferior de la pantalla produciendo un asombro sin parangón.
— Dios no existe, no puede juzgarle. Sois los únicos jueces en nombre de una fantasía inexistente.
Los Guardianes allí presentes se miraron unos a otros. El Inquisidor General, sin saberlo, había hecho Papa a un ateo convencido. Eso acabaría con la Iglesia Católica y los Tiempos Malditos de los siglos XX y XXI regresarían. Los Guardianes sonrieron y destruyeron la grabación.


Castigo


El nuevo Papa estaba ante la hoguera a la cual estaba atado Stephen Marshall. Alfonso I no pudo hacer nada para salvar su vida, habría descubierto sus intenciones, pero Marshall vio sus ojos y comenzó a sonreír. Había encendido la chispa apagada de la libertad, y ahora se propagaría por el mundo. Mientras sus piernas comenzaban a arder su carcajada se extendió por toda la Plaza de las Ejecuciones produciendo estremecimientos entre el gran público presente. El Papa, ante el asombro de todos, comenzó a acompañar a Marshall en su risa y finalmente todos le imitaron. Stephen había conseguido su objetivo y su muerte significaría el principio del fin de la Iglesia Católica. Las posteriores risas ahogaron los gritos de dolor de Marshall.
Treinta días después, en la misma plaza, era fusilado el Inquisidor General y toda la Curia a manos del Ejército Revolucionario de la Unión de Países Democráticos comandado por Alfonso I, último Papa de la Iglesia Católica. Las risas del mundo acompañaron su muerte.
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cesarmilton
Participante veterano
Mensajes: 1056
Registrado: Lun Ene 26, 2009 3:47 am
Ubicación: Santiago, Chile.

Re: No Creo

Mensaje sin leer por cesarmilton »

También me gustó. Curiosamente, el futuro planteado aquí lo encuentro más probable que el de La Segunda Venida. Y es que la estupidez humana puede avanzar más rápido que sus cuotas de conocimiento y desarrollo tecnológico.
Nuestros antepasados, los creyentes - SWAMI -
Las religiones son muletas para gente sana, a la que le han hecho creer que es coja - pablov63 -

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EduardoAteo
Participante veterano
Mensajes: 679
Registrado: Dom Sep 28, 2008 5:15 pm

Re: No Creo

Mensaje sin leer por EduardoAteo »

Muy bueno,Wil,pero un poco pesimista para mi gusto.
Saludos :D :D
Aunque en el Génesis Dios dijese hágase la luz, de poco sirvió eso a la humanidad hasta que el ateo Thomas Edison inventó la bombilla. Y queda así demostrado que más vale un científico que ilumine, que un místico iluminado.
http://www.cyberateos.org/asociarse.php

iNfext
Nuevo participante
Mensajes: 4
Registrado: Mié Mar 17, 2010 7:40 am

Re: No Creo

Mensaje sin leer por iNfext »

amigo, que mente tan brillante para poder construir esta historia...
gracias por tu posteo me gusto mucho, imprimire el texto para guardar una copia para mi :z3:
si tienes mas como estas hace el favor de publicarlas :) :z3:

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